Nueve Días
- Ediciones Buena Vibra Arg
- 5 nov 2021
- 2 Min. de lectura
Cuando decidí volver a mi antigua vida de fondos maratónicos de domingos por la mañana, nueve días decretados y un clima que nunca fue a mejor me libraron de la satisfacción de correr por la ciudad y descubrirle su verdadera personalidad de tundra siberiana, de amores mesetarios, de vecindarios abiertos insidiosos. Supuso a su vez, un panorama introvertido de bibliotecas que me abstrajeran del temible futuro, pero ocupado de otras inocentes crueldades: el ocio hecho vicio, la eficacia comprobada de las siestas, las series estrictamente innecesarias. Me concedieron —si había sido torpe en descubrirlo—, encontrar mi epicentro sensible, no solo entretenido (si hay una perspectiva frívola pero a la vez subversiva de las restricciones del gobierno y contradictoria a su espíritu, es estar entretenido) en los paseos nocturnos por las salas de cine de Netflix y en los sillones de tumbarse con libros, sino determinado a olvidar los encantos cutáneos del mundo que ya fue, con sus promesas de pasarla bien.

¿Alguien necesita leer o escribir estos testimonios para justificar su pena o su dicha?
Si la felicidad no es algo que demostrar y pretender la felicidad es mera especulación, un film artificioso, ¿cuál el sentido de volver a los fantasmas de ayer que son sí y solo sí reclamados por ese “yo” de dobles sesiones de TV y redes sociales? Chivilcoy es una legión de muchachos tristes que hacen como que quieren volver a la vida, reválida de vida, a aquella buena mala vida, al desenfado por la vida, a la vida de cuatro cuadras a la redonda de la Principal, a los patios de las cervecerías, a las matinées y a las fiestas; también de docentes nostálgicos a las asignaturas en los ámbitos triunfantes, a los salones de pedagogía vetusta; a los orgullosos y vulgarísimos como todos nosotros, corrientes y comunes que adoran los sábados, de leves éxitos y confesiones de mediocridad nulas.
Porque pese al cuidado de las autoridades y la asistencia política, los avanzados y competentes en todas las materias, el tono de la calle es azul o gris, las abuelas de los amigos tardan en volver a sus casas, las lejanas muertes se vuelven inmediatas, los hospitales serán las cicatrices en la memoria de estos días. Ser joven es inhumano, ser niño es injusto, ser viejo y ser muerto es un medio y un fin estadístico. Pero nadie escribe poesía para toda esta confusión, y nadie compromete el corazón y los nervios al amor, y si hubo filántropos le deben su extinción a los procuradores del ego. Entonces, ¿en beneficio de quién preferimos esos breves instantes de libertad?, ¿cuáles pasiones trepidan solo en los horarios nocturnos de circulación restringida?, cuando el mundo se hace lento y se cierra, lo esencial, lo esencial per se y desde siempre, ¿a quién le debe su permiso de existir?
por Lucas Damián Cortiana
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